Tejiendo mi destino, de Vik Rïa: Primer capítulo
7.9.19El pasado
Muchas veces nos juzgan sin ni siquiera conocer el camino que nos ha tocado recorrer, a mí me ha sucedido en varias ocasiones como seguramente te haya podido ocurrir también a ti.
Hubo un tiempo en el que pensé que quizás lo que estaba viviendo era lo que me tocaba, sin importar si eso realmente me hacía feliz. Decidí incluso tirar la toalla, convenciéndome de que todo aquello que no me aportaba nada era lo que realmente merecía, aunque tuviera tan solo veintitrés años. Pensar así era realmente el único error que cometía, pues aquellos momentos eran los mejores para comenzar a sentir la vida.
El conformarse no era mi único error, también lo era sentirse pequeña o vencida cuando tienes toda la vida por delante o incluso pensar que se nos pasa el arroz y siendo igual las circunstancias en que puedas encontrarte, sería una memez sentirse minúsculo o rendido, siempre hay opción para encontrar la felicidad, lo único que hay que saber es cómo hacer para que esta aparezca en nuestras vidas.
Recuerdo cuando pude darme cuenta de ello, fue exactamente el momento en que mi cabeza solo me decía que debía conformarme con esa vida que estaba llevando, desde hacía años. Algo dentro de mí me pedía a gritos que hiciera algo, que dejara de utilizar tanto la cabeza, que me diera cuenta de lo que mis ojos podían llegar a ver, si me empeñaba en ello, fuera de aquella realidad.
Siempre observaba gente feliz a mi alrededor, regalando sonrisas sin necesidad de forzarlas, momentos en que algo de envidia me invadía haciéndome formular la misma pregunta, ¿Por qué yo nunca conseguía disfrutar de ese estado como lo hacían ellos?
Tras cansarme de hacerme siempre esa pregunta, sin conseguir ninguna respuesta, decidí que llegaba el momento de realizar algún cambio, de dar ese “salto” que necesitaba para hacer que todo lo que un día creí perdido, volviese a mi presente para siempre.
Ese cambio que yo llamo tomar una decisión o dar un salto, es esa acción que hace que te lances por cambiar y mejorar tu vida, cuando ya te has cansado de lamentarte o de seguir llorando buscando mejorar, luchando por hacerte más fuerte de lo que pensabas y seguir adelante como deberíamos hacer siempre.
Al principio tuve mucho miedo, sobre todo al llamado “qué dirán”, y a poder ser juzgada por todo el mundo, algo inevitable cuando decidimos tomar una decisión que afectará también a la vida de terceras personas.
Ese miedo, ahora después de haber pasado por todo aquello, puedo asegurar que desaparece de repente cuando llega el momento en que te decides a dar el salto, instante en el que te das cuenta de cómo realmente esos miedos los creamos nosotros mismos y son únicamente obstáculos que nos impiden llegar a nuestros objetivos o sueños. Limitaciones que solo existen en nuestra imaginación, obstáculos que siempre dependieron de nosotros mismos y que siempre pudimos hacer desaparecer, simplemente, afrontándolos.
Pude darme cuenta de que realmente lo único que hacía que me conformara con la vida que tenía y también con el hecho de ser una infeliz, era yo misma. Sabía perfectamente muchos de los cambios que debía realizar y cómo tenía que hacerlo para poder sonreír de nuevo y empezar a vivir esa vida que tanto ansiaba.
Pero a pesar de ser consciente de que estaba en mis manos conseguirlo, nunca era capaz dar el más mínimo de los pasos que me ayudasen a volver a sonreír, por miedo.
Siempre me sucedía lo mismo, barreras y obstáculos venían a mí como cubos de agua fría cada vez que me decidía a tomar una decisión o dar un paso, y eran estos mismos los que hacían que me volviera para atrás y regresara a esa zona que podría llamar "mi zona de confort", donde seguía infeliz, pero tranquila porque todo era lineal, sin cambios y por ello también sin más o distintos problemas.
Es complicado salir de algo, y más cuando llevas muchísimos años metido en ello, pero una vez te decides a hacerlo y das un primer paso, te das cuenta de que jamás fue complicado.
Antes de decidirme a cambiar mi forma de ver las cosas, de dar el paso, avanzar y seguir adelante, tuve miedo. Me creé una barrera en mi cabeza, obstáculos que no existían y temía realizar cambios radicales, debido al temor al “qué dirán” y a todos aquellos daños colaterales que aparecían después o a todo cuanto dejaba atrás…
Una cosa que no tenía clara en esos momentos, pero que a día de hoy puedo decir que es de lo primero que pude darme cuenta, es que no puedes ganar sin antes haber perdido.
Y aunque me llevaría aún tiempo comenzar a caminar por esa nueva “yo” que parecía querer nacer, una frase me ayudaría a recordar que....
Muchas veces nos conformamos en una vida infeliz o sinsentido por ese tipo de educación que hemos recibido o el estilo de vida que hemos llevado. Seguramente como a mí me ha sucedido, te has criado entre la sociedad que cree que cuando llevas toda la vida con alguien, sería un pecado mortal pensar en separarte por sentirte infeliz. Esta sociedad quiere que pienses que tener hijos, comprarte una casa o pasar por el altar será lo que al final arregle esa infelicidad, un sistema que parece decirte y saber lo que se necesita en esta vida para sonreír. Pero, ¿Por qué hacerlo? ¿Acaso no es más importante luchar por nuestra propia felicidad, que por esa que parece dictarnos la sociedad?
Por fortuna en mi realidad, contaba con unos padres que siempre valoraron mi libertad. Nunca me exigieron que estudiara una carrera, o que me casara o tuviera hijos, lo único que siempre priorizaron fue que escogiera todo lo que me pudiera hacer feliz, y seguramente mucha de la historia que ahora os cuento les deba muchas cosas buenas a ellos.
Y esa sería mi solución precisamente, buscar todo aquello que me aportara felicidad o me hiciera sentir viva, comenzando por buscarlo en personas, trabajos, estudios o incluso aventuras en nuevos países.
El problema de ir probando, es que no encontraba la verdadera felicidad, ya que había buscado por todas partes menos en un lugar, el más importante de todos, en mí misma.
En mí se hallaba la solución para empezar a sonreír, allí podría encontrar el valor y coraje suficiente para poder salir de aquel bucle que me mantenía atrapada y muerta en vida.
Como comprenderás, no es tarea fácil encontrar la felicidad ni salir de algo que lleva siendo tu vida durante tantos años (once en mi caso), de hecho, para mí, se convertiría en una de las decisiones más costosas y difíciles de toda mi vida.
Sé que estarás pensando que es muy fácil pensarlo, pero muy complicado hacerlo, y no te quito la razón, pues eso pensaba yo también cuando alguien intentaba ayudarme contándome todo lo que había llegado después. Pero por mucho que me intentasen ayudar o hacer ver, yo no entraba en razón, por eso tardaría prácticamente cuatro años en poder salir de algo que no me hacía feliz.
Durante todo el tiempo que tardé en decidirme busqué el consuelo y apoyo de mis amigas, pero a pesar de que me dijeran verdades o me mostraran realidades que yo no quería aceptar o ver, no era capaz de tomar una decisión, prefería seguir quejándome y escuchar consejos manteniéndolos en el
recuerdo, que actuar por y para mí.
No quisiera que pudieras malinterpretarme y pensar que hago entender que es algo fácil de hacer, porque mi intención es que comprendas que, para mí, fue una de las decisiones más costosas y difíciles, pero que a pesar del tiempo que me llevó, finalmente conseguí.
Los inicios de esta historia se remontan al año 2005 cuando yo tenía 15 años. Era tan solo una cría, pero decidí meterme de lleno en una relación, una historia que sin saberlo terminaría durando once años.
Siendo una inexperta y teniendo poco conocimiento en estas cosas, en plena adolescencia estaba enfrascándome en una relación seria. Por aquellos entonces, mi grupo de amigos era un poco diferente al deseado por los padres, gente un tanto conflictiva, personas que empiezan a tontear con las drogas y que no quieren estudiar. La única persona que se salvaba de todo ese círculo era mi mejor amiga Vanessa, un ángel de la guarda que siempre me acompañaba pese a no estar de acuerdo con mis raras amistades, y gracias a ella también, no terminaría tropezándome yo también con las drogas o con cosas incluso peores.
Mis padres pasaron aquellos años de mi adolescencia bastante preocupados (como podía ser normal), en la que mis notas en el instituto digamos que no brillaban, y en lo único que destacaba por aquellos tiempos, era en coleccionar partes de mal comportamiento, ausencias injustificadas y avisos de mis tutores hacia mis padres de que algo estaba sucediendo conmigo.
Recuerdo que cuando empecé la relación, ese círculo de amistades peculiares fue desapareciendo y cambiando, siendo Vanessa la única persona que mantendría a mi lado.
En mi casa se percataron de que estaba cambiando, de que al fin empezaba a comportarme debidamente, las notas ahora eran buenas, ya no existían faltas injustificadas y las llamadas de los tutores habían cesado. Parecía que aquella pesadilla había terminado, ahora tenían una hija aplicada en los estudios, con una pareja seria y amistades normales.
Estaban tan tranquilos de que su hija al fin “asentara la cabeza”, que pasaron por alto algo que creo que deberían haber tenido más en cuenta, mi propia felicidad.
Los padres en ocasiones por su tranquilidad y seguridad, se convierten sin querer en personas egoístas y no los culpo, sé cierto que el día de mañana si tengo hijos, a mí me sucederá exactamente lo mismo, porque tener y educar a un hijo, no es tarea fácil.
Cuando me metí de lleno en la relación no pensé en que quizás era mejor vivir otras cosas, experiencias y realidades que me ayudarían en el futuro, evitando que llegaran a mí complejos y obsesiones que más adelante aparecerían en mi vida para quedarse, sin haber dado ningún aviso de ello.
Durante los inicios de aquella relación, jamás perdí esa etapa que podía llamar de “juventud” porque pude compaginarla haciendo muchas de las cosas que me tocaba vivir. Salidas, viajes y todo lo que viniera, nunca tuve que dejar de planear cosas con mis amigas por existir en mi vida esa “etiqueta” llamada pareja.
Éramos jóvenes e inexpertos y desde el principio pudimos darnos cuenta de que la relación era una especie de “autoengaño”, ya que eran más los días pasados en compañía de amistades o fiesta que de esa pareja que en teoría éramos, algo que nunca cambió.
Era tan absurdo aquello, que llegábamos a vernos uno o dos días a la semana como mucho. Quizás debimos darnos cuenta en ese mismo momento de que no tenía sentido estar por estar y porque ya tocaba, pero las cosas sucedieron así y la verdad, que por todo lo que he aprendido y ha podido llegar a mi vida después, no me arrepiento de esa etapa que postergamos durante más de once años.
Durante el tiempo que duró viví atrapada en aquel sinsentido, llegando a infravalorarme por cosas que estaba aceptando y sucedían a mi alrededor, tuve que ser fuerte y comenzar a entender que llegaba el momento de realizar algún cambio, activarme y seguir hacia adelante por y para mí.
En los momentos que me sentía infravalorada o crecían en mí pensamientos negativos, culpaba de ello a las personas que en esos momentos tenía a mi alrededor, echando balones fuera y responsabilizando a los demás de lo que me sucedía. No me daba cuenta de que la culpa la tenía yo, mi cabeza y la forma en la que veía y sentía las cosas. Si yo aceptaba una situación que no me hacía feliz, la causante de todo el dolor era yo misma.
Uno de mis mayores problemas era que valoraba a todo el mundo menos a mí, y siempre buscaba la aprobación de los demás para tomar cualquier decisión. Si yo creía que algo me iba a hacer feliz, no lo hacía si alguien no me decía o aconsejaba hacerlo, me había convertido en una persona dependiente de los demás, alguien que no podía dar el mínimo de los pasos sin el consentimiento del mundo.
Eso hizo que me fuera haciendo poco a poco más y más pequeña, frustrándome por no hacer lo que realmente quería o sentía, y situando siempre el problema en los demás, cuando me tendría que haber dado cuenta de que realmente no estaba donde era feliz porque yo NO quería, no porque nadie me lo impidiera.
Hubiera podido elegir muchísimos caminos para sonreír antes, pero el miedo y el sentirme tan insignificante me lo impedían.
Tenía pánico a poder realizar un cambio radical y que eso conllevara ser la comidilla de todo el mundo y sufrir el temido “qué dirán”, estaba aterrada por todos aquellos daños colaterales del cambio y las posibles pérdidas que estos conllevan.
La vida me mostraría estas y otras respuestas haciéndome entender que todo, incluso el miedo y el dolor habían merecido la pena.
Llegaría el día en que yo misma me formularía una pregunta que solo admitía una simple respuesta...
La respuesta era fácil, ¡vivir! Vivir sin importar los miedos o el deber o no contentar a otras personas. Nadie, absolutamente nadie más que yo sabía lo que podía hacerme feliz, y si esta pendía de un hilo, era mi deber afrontar todos los cambios y decisiones para que mi felicidad siguiera estable.
Muchas veces esperamos a que suceda algo malo, para darnos cuenta del valor que tiene estar vivos, de la importancia de intentar cumplir nuestros sueños y objetivos, de vivir la vida como nos gustaría hacerlo y no como la sociedad de hoy en día nos dicta.
La sociedad critica constantemente tus decisiones, tu forma de ver o vivir la vida. Pero nunca van a ayudarte a cambiar la trayectoria de tu camino, tampoco te traerán soluciones, sino al máximo todo lo contrario. Te criticarán, serás la comidilla de mucha gente, ¿Pero y qué?, ¿Eso tiene que hacerte frenar tus impulsos? ¿Eso tiene que hacerte ser infeliz toda la vida?, permíteme que te responda, ¡NO!, nadie ni nada debe frenar tus impulsos o decisiones para ser feliz, la felicidad es un derecho de todos y una propiedad privada de cada uno para que podamos mantenerla y disfrutarla en nuestras vidas.
Ese miedo que tenemos a la gente, a los daños colaterales, al “qué dirán” o a quedar bien con todo el mundo, tiene que desaparecer.
Necesitas que desaparezca de tu vida, para hacer el camino que más feliz te hará y el que mejor te conviene a ti, solo a ti.
En mi experiencia pasada, puedo decir que viví atrapada durante unos años en algo que no me hacía feliz, en una realidad que lo único que me provocaba era ansiedad, angustia y malestar, hasta el punto de crear en mí obsesiones.
Con veintitrés años me di cuenta de que necesitaba hacer desaparecer todo aquello de mi vida, porque no era feliz. En ese momento hice aparecer el llamado amor propio, algo que nunca había conocido y que me encantó cuando comencé a saborearlo en mi vida de repente.
Recuerdo el momento que empecé a darme cuenta de que no era feliz, pasaba todos los instantes de cada día haciendo cosas sin regalarme ningún momento de descanso, ocupándome para dejar de pensar, por miedo a que, los pensamientos dañinos se presentaran agobiándome.
Sentimientos de rechazo, abandono o infravaloración ocupando constantemente mi cabeza, no era feliz en esa vida que estaba viviendo, y notaba también como empezaban a crecer en mí cosas que no traerían nada bueno.
Ansiaba sentirme viva y a pesar de ser muy joven y entender que tenía el mundo a mis pies, llegué a pensar que ser infeliz sería lo normal y lo que me tocaría vivir así durante el resto de mis días.
Empecé a crearme miedos e inseguridades que no existían y surgieron así los llamados complejos. Pasé una etapa en que creía ser la persona más insignificante del mundo, alguien incapaz, inútil y sin valor alguno, ya que no solo nadie me lo decía, sino que mucho menos yo me lo creía.
Estudié lo justo en el instituto, consiguiendo llegar hasta un ciclo medio que me dio la oportunidad de empezar a trabajar con tan solo diecisiete años en una empresa. Por un lado, me podía llegar a sentir afortunada, ya que así había conseguido un trabajo a jornada completa con un salario bastante elevado para la edad que tenía, pero también me ayudaba a sentirme inferior a la persona que estaba a mi lado, que parecía valorar la profesión y los estudios por encima del resto.
Pero también esta sensación parecía ser algo que mi cabeza inventaba, ya que la realidad era totalmente diferente y enseguida pude darme cuenta de ello, cuando decidí dar mi el primer salto de muchos que estaban por llegar…
Ese momento llegaría a mi vida cuando llevaba tres años en la primera empresa en que había empezado a trabajar siendo aun todavía menor de edad, era ya fija y cobraba un buen sueldo, pero comprendía que no estaba hecha para vivir siempre en ese mismo bucle, necesitaba algo más. Por todo ello decidí lanzarme de nuevo a los estudios, convenciéndome que nunca era tarde para volver a empezar y cambiar el camino que había tomado años atrás, llegaba el momento de probar nuevos caminos.
Así dejé la seguridad de un trabajo fijo, para perseguir el objetivo de seguir estudiando en los momentos en que la mayor crisis financiera llegaba a España, momentos en que todo el mundo se quedaba sin trabajo y ansiaba que lo contratasen en cualquier lugar (un poco irónico, pero a veces las
cosas en los momentos más difíciles son como mejor salen).
Persiguiendo esta intención, los siguientes tres años los pasaría estudiando en invierno y trabajando en verano. El primero de los inviernos lo dedicaría a pasar el examen de prueba de acceso a grado superior, un período de tiempo en el que, en una academia aparte de conseguir el aprobado, conocería a personas increíbles que se convertirían en grandes amigos, personas como Xavi del que ya os hablaré más adelante.
Ese mismo verano, volví a la misma empresa de la que me había marchado, siempre tendría una segunda casa y otra familia más, una posibilidad donde me abrirían las puertas de par en par cada vez que lo necesitase.
Tras el trabajo de temporada y con el acceso más que aprobado al grado superior, empecé el primer año de curso, donde pude volver al mismo instituto donde había pasado toda mi adolescencia, coincidiendo con mis tutores Joan y Mercedes que ya habían sido profesores míos con dieciséis años cuando realicé el ciclo medio. De ellos también os hablaré más adelante, ya que se convertirían en uno de mis grandes apoyos ayudándome a vivir una de las mejores experiencias de mi vida.
Durante el tiempo que duró aquel grado, mi cabeza empezó a experimentar una especie de “bipolaridad”.
Por una parte, era feliz haciendo algo por primera vez que me hacía sonreír, volver a los estudios y así poder demostrarme a mí misma que era capaz de alcanzar mis objetivos si me lo proponía, pero por otra, seguía siendo infeliz, seguía faltándome algo...
Ese vacío en mi vida, ese hueco que no lograba cubrir estaba situado en mi situación personal, en la relación. Parecía un sin sentido pero, aún teniendo pareja, llevaba demasiado tiempo sintiéndome sola, y eso había creado en mí, miedos, obsesiones y todo tipo de complejos.
No tenía sentido sentirme sola cuando tenía familia y amigos a mi lado siempre que podía necesitarlos, seguir sintiéndome pequeña creándome complejos gratuitamente cuando la gente de mi alrededor me hacía ver todo lo contrario.
Recuerdo que en uno de esos días que sentía un “bajón”, empecé a pensar que la culpa de todo aquello era solo mía, y en cierta manera así era. Había cosas que no cambiarían nunca si yo no ponía de mi parte, dejando de aceptar cosas que al final repercutían de forma negativa a mi propia vida.
Y es que, si hay algo que no te gusta en tu vida, créeme cuando te digo que la única persona que estará siempre a tu lado para ayudarte eres y serás tú mismo.
Deberíamos ser capaces de darnos cuenta de que si hay personas que no nos valoran o no nos quieren por lo que somos, no vale la pena mantenerlas en nuestras vidas. Sé que puede parecer complicado hacerlo y fácil decirlo, pero hay que intentar luchar siempre por lo que realmente nos hace felices.
A quien no te quiera o no te valora, mejor dejarlo marchar o volar que perder el tiempo a su lado. El tiempo es muy valioso, y es mejor invertirlo en cosas o personas que nos aporten luz a nuestras vidas, que nos ayuden a ser felices, y que sepan valorarnos.
Así que el año y medio que duró el curso de técnico superior, decidí empezar a mirar por mí misma. Me propuse ser feliz, dejándome de hacer tanto daño sin sentido, actuando con un poco de amor propio, una lucha interna entre quererme o dejarme arrastrar, donde decidí intentar levantarme para empezar a cambiar el chip.
Sé que es difícil dar el paso o cambiar nuestra forma de ver y hacer las cosas, pero debes intentar decidir siempre por ti aquello que vale la pena elegir. Nunca te des por vencido y sigue siempre hacia adelante luchando por ti y alcanzando todo aquello que te propongas, por mucho que a tu alrededor puedan hacerte entender todo lo contrario.
Serás siempre tú la única persona capaz de decirte o hacerte ver si puedes o no conseguirlo, nadie más que tú.
En el último año de aquel curso, habiéndome sincerado conmigo misma y la necesidad de cambiar la forma de ver y hacer las cosas, sabía que necesitaba un cambio. En esos momentos estaba luchando por sonreír y salir de aquello que me absorbía, algo que no podía continuar en mi vida, así que actué.
Decidí por primera vez afrontar mis miedos para tomar una decisión que empezaría a cambiar el rumbo de mi vida y como consecuencia mi felicidad.
A tres meses de terminar el segundo año, debía decidirme en qué empresa quería realizar las prácticas. Lo que no sabía era que no lo haría precisamente en mi país de residencia, sino en otro a muchísimos kilómetros de distancia de donde me encontraba.
Al principio entre todas las posibilidades, la de irme a trabajar fuera era la que más me aterraba, estaba cambiando mi manera de ver y hacer las cosas, pero todavía era difícil tomar decisiones pensando solo en mí, así que mi primera reacción fue quitarme esa idea de la cabeza.
Mis pensamientos empezaron a atormentarme, corrompiéndome por dentro solo por pensar en ello. Temía a las posibles consecuencias que llegarían si decidía tomar dicha decisión.
Fue una lucha intensa, pero a pesar de todos aquellos miedos que se presentaron intentándome apartar de aquella decisión en busca de lo que realmente quería para mí y gracias al apoyo incondicional de mis tutores Joan y Mercedes, empecé a tramitar el papeleo y conseguir esa beca Erasmus. Había logrado dar un primer paso hacia mi principal objetivo, volver a sonreír.
Sentía felicidad por lo que estaba consiguiendo, pero el tiempo que duró la búsqueda de empresa en el extranjero y la tramitación de la beca, el arrepentimiento tocó varias veces la puerta de esa decisión que había tomado. Una de las cosas que más frenaban mis impulsos por vivir aquella experiencia, era tener pareja, por ello empecé a pensar que lo correcto sería dejar pasar esa oportunidad debido a mis circunstancias.
El destino era Malta y todos los días el nombre de aquel país aparecía en mi cabeza ayudándome a maldecirme a mí misma por el hecho de tener pareja, ya que, si los miedos podían conmigo, tocaría asumir dejar pasar un tren que con todas mis fuerzas deseaba subirme.
Temía convertirme en la comidilla de todo el mundo, escuchar sermones de familiares o amigos en común diciéndome que para lo único que quería ir de Erasmus era para salir de fiesta, o de las críticas que llegarían por ser una chica que se va de intercambio teniendo pareja desde hacía tantos años.
Pronto me daría cuenta de que salir de mi zona de confort y de mi realidad por un tiempo, era lo que mejor que me podía suceder.
Ojalá pudiéramos hacerlo en infinitas ocasiones, ya sea acompañados o solos dependiendo del momento y situación de cada uno. Poder desconectar de tu rutina diaria, o simplemente cambiar de aires, puede ayudarte a ver tu propia vida desde otro punto de vista diferente y a darte cuenta de lo que realmente quieres hacer con ella y con todas esas personas que están a tu alrededor.
En ese periodo de tiempo, en esa distancia es cuando te das cuenta de quiénes son tus amigos de verdad y quien seguirá estando allí, a pesar del tiempo que haya podido pasar. Te das cuenta que la familia siempre está a tu lado y agradeces alejarte un poco para poder percatarte de la añoranza que
sientes hacia ellos, ese amor incondicional que se siente cuando no puedes tener cerca las personas a quienes amas, por estar lejos de ti.
La distancia siempre es buena para enseñarnos a valorar a las personas cuando no las tenemos cerca, podemos incluso sorprendernos de lo mucho que podemos llegar a echar de menos a alguien a quien en nuestro día a día, no le damos importancia.
La parte positiva también de irte fuera un tiempo es que tienes una oportunidad que no podrías tener nunca en tu zona de confort, la de empezar de cero. Un sitio nuevo, gente que no conoces de nada ni ellos a ti, una nueva realidad donde nadie podrá juzgarte por tu pasado o por tus acciones, o personas que te escucharán o querrán conocerte sin prejuicios ni condiciones.
Pero a pesar de todas estas reflexiones que mis tutores y todas las personas que de verdad me querían me decían constantemente, seguía intentando quitarme la idea de la cabeza empezando así a buscar empresas en mi país donde pudiera realizar aquellas prácticas, para conseguir después un trabajo estable y aceptar mi situación.
Así que, aunque sabía que quería vivir la experiencia, parecía que los miedos habían ganado el combate, por todo ello fui a comunicarles a mis tutores que no iría a Malta quedándose sorprendidos por la decisión que había tomado. No pudieron evitar preguntarme cuáles eran los motivos que me habían llevado a tomar dicha decisión y tras escucharlos, no pudieron quedarse con los brazos cruzados y se reunieron conmigo.
Mercedes y Juan, no solo fueron mis tutores durante el curso, fueron sobre todo los amigos que me dieron el mayor apoyo que necesitaba en aquellos momentos tan malos por los que atravesaba. Hablaron conmigo desde un punto de vista objetivo y con cariño, haciendo que entendiera que no
podía seguir decaída e infeliz, que tenía la vida por delante y era demasiado joven para dejar pasar una oportunidad como aquella, una que seguramente en un futuro me haría arrepentirme si tomaba la decisión de no quererla vivir. No pararon de repetirme que necesitaba un cambio de aires, una experiencia nueva y un chute de vida e ilusión, haciéndome sentir segura de que jamás me arrepentiría.
Fue una charla intensa, llena de verdades que necesitaba escuchar y que me darían ese pequeño empujón que necesitaba, para tomar la decisión dejando a un lado los miedos. Gracias a sus palabras de cariño y apoyo incondicional, conseguí las fuerzas suficientes para decidirme al fin a dar ese paso, y romper mi primera barrera, esa que mi cabeza había puesto en forma de miedos, un obstáculo que de no existir en mi mente no existiría en ningún otro lugar. Un temor que ahora decidida era capaz de eliminar para poder seguir por el camino hacia lo que realmente quería y me iba a hacer feliz.
Y así fue como finalmente decidí marcharme por un tiempo dándome igual las circunstancias y consecuencias que pudieran ocurrir. El miedo había desaparecido y ahora era la ilusión por ese nuevo objetivo y las ganas de que llegara el día, las que estaban presentes en cada instante.
Tras finalmente decir SÍ, a algo que estaba deseando vivir con todas mis fuerzas, vino a mí un pensamiento en forma de remordimiento. Por aquel entonces la relación no pasaba por un buen momento y cada vez iba a peor, con subidas y bajadas constantes. Sabía que ninguno de los dos tenía la culpa porque éramos jóvenes e inexpertos que ni siquiera sabían lo que querían, ya que no habían conocido nada más de aquello que empezaron con tan solo 15 años.
Una etiqueta llamada pareja nos había unido, pero ninguno de los dos era feliz, o por lo menos era lo que yo siempre sentí.
Seguramente te preguntarás, ¿Por qué continuaba en algo que no me hacía feliz y no me aportaba nada?, pues eso mismo me preguntaba yo una y otra vez mientras los años iban pasando, y cada vez se hacía más difícil salir.
Mantenía aquella historia por miedo, porque hacía muchos años ya los que llevábamos juntos que pensaba que eso era todo lo que me esperaba en esta vida, y porque el cariño también estaba presente, pensar en dejar a una persona que lleva casi una década a tu lado es algo realmente difícil. Al miedo y cariño se le sumaba la familia en común, los amigos e incluso nuestro lugar de residencia, todo unido era una barrera gigantesca que me impedía salir o mirar únicamente por mí, había demasiada gente en medio y las pérdidas iban a ser numerosas.
Ahora puedo recapacitar sobre ello y ese fue el motivo que me llevó a escribir este libro, intentando ayudar a todo aquel que esté en la misma situación en la que estuve yo, atrapada en algo que no me aportaba sonrisas y que aceptaba mantener sin hacer nada para cambiarlo, y pronto espero ayudarte a comprender que siempre hay opción y maneras de poder salir de algo en lo que uno no es feliz.
La falta de amor propio fue uno de los mayores problemas que tuve para poder empezar a realizar cambios, y para nada lo considero un fallo, simplemente me costó un tiempo poder pensar en mi propia felicidad, y ponerla en primer lugar frente a la de los demás. Me preocupaba más la tristeza que podía ocasionar a mis padres, a él o a la familia y amigos en común, que la mía propia por mantener algo que no me hacía feliz.
Es difícil actuar con egoísmo (del bueno), pero necesitamos hacerlo por nosotros mismos. Si no empezamos a trabajar tomando nuestras propias decisiones o mirando por nuestra felicidad, nadie vendrá a traernos la solución, ni conseguirá nuestro propio bien.
Durante el tiempo que no actué con amor propio, esos años que formaron los peores de mi vida, pasé a sentirme como un “0” a la izquierda. Algo que obviamente creaba mi cabeza junto a los complejos que me había ido creando con el tiempo, manteniendo aquello sin sentido alguno. Había cosas que no comprendía y que las asociaba directamente a mi propia culpa, no sabía qué ocurría o qué mal hacía para recibir esa sensación.
Y así de la culpa pasé a la ignorancia absoluta y al pasotismo más profundo como consecuencia de la sensación que me provocaba aquella “relación”.
Sentía que no llenaba a la otra persona, porque estando en pareja me sentía sola, me faltaba el afecto y cariño, y eso hizo que empezaran a crecer en mí obsesiones y complejos, donde inicié la que sería la peor época que recuerdo haber vivido.
Él no tenía la culpa de mi infelicidad, debo ser sincera ahora que puedo hablar desde la objetividad y fuera de aquella que fue mi zona de confort durante tantos años. La culpa era solo mía por seguir dentro de algo que no tenía sentido y peor aún, que incluso me dañaba. Si hubiera dejado la relación por aquel entonces, la infelicidad y sobre todo las obsesiones tal vez no hubieran aparecido.
No quiero que parezca que tomar la decisión de dejar a una persona te va a traer la felicidad, pero sí me gustaría dejar claro, que la hubiera tenido que tomar porque lo que estaba viviendo no me hacía feliz, pero lo que a mí no me hacía feliz quizás a otras personas sí, eso depende de cada uno. Lo importante es saber salir de cualquier cosa o situación que te atormente o dañe, ya sea una relación, un trabajo o una amistad.
Recuerdo la peor época que pasé, un período en el que todos los días al ponerme frente al espejo del baño, lloraba. Todo lo que veía de mí lo odiaba, no me gustaba nada, creo que hasta mi propia voz me molestaba. Empecé a listarme los defectos, encontrando imperfecciones por todas y cada una
de los rincones de mi cuerpo, y con el paso de los días mi estado de ánimo, las paranoias y las obsesiones empeoraban, no había día que no me sintiera pequeña ante cualquier cosa o persona que tuviera a mi alrededor.
No solo era un problema físico, sentía también que no servía para nada, que era una inútil e inferior a todo el mundo. Tenía una sensación constante de no poder parar de llorar, de lamentarme a todas horas de ser quien era y de maldecirme por no saber ni qué estaba pasando por mi cabeza.
Me daba cuenta de que el detonante de todos aquellos complejos, miedos e inseguridades era el pasotismo y la indiferencia que se había instalado en nuestra relación desde hacía tiempo. Luché por seguir mintiéndome y engañándome intentando cambiar las cosas, pero todo esfuerzo fue en vano. La relación siempre había sido fría y distante y toda la culpa la tenía que habíamos empezado algo sinsentido y cuando tan solo éramos unos críos sin idea ni experiencia.
Durante mucho tiempo intenté “reactivar” aquello, para transformar esa relación fría y distante en una de verdad, de esas que veía en mis amigas, padres o familiares. Dos personas que se querían y que se sentían cerca.
Pero allí no había amor, ternura ni pasión, estaba estancado y el hecho de seguir intentando en que cambiara me frustraba cada vez más.
Eran contados los días al mes en los que sus brazos me arropaban, sus besos me consolaban o sus caricias me reconfortaban.
Recuerdo que en aquellos momentos pensé que el “equivocado” era él, pero no me daba cuenta de que en realidad el problema se encontraba en haber empezado algo tan jóvenes y seguir manteniéndolo como si todo funcionara. Ninguno de los dos sabíamos lo que queríamos obtener del
amor ni el tipo de persona que nos ayudaría a sentirlo. En realidad, había ido a buscar algo que todavía ni siquiera yo conocía, en la persona equivocada.
Él era así y aunque no me daba cuenta en esos momentos y me frustraba regalándome complejos inútiles que solo me harían daño, con el tiempo me daría de bruces con la realidad. Ni él sabía que buscaba en mí ni yo lo que encontrar en él.
El tiempo lo único que me demostraría era lo que yo ya sabía pero no quería aceptar, no estábamos para nada hechos el uno para el otro y ese era el principal error.
Durante años sin saberlo, yo seguiría buscando donde nunca encontraría, y él haría prácticamente lo mismo.
Esos días no cesaban, y era como un “déjà vú”, se repetían una y otra vez. Cuando me reunía con mis amigas, intentaba no contarles mucha cosa, no sabía cómo pedirles ayuda y decirles que, en mi relación, la situación hacía que mis complejos y obsesiones aumentaran.
Un día sin venir a cuento y sin yo pedir nada a cambio, un amigo me dio un buen consejo, me dijo que no me importasen tanto los demás, porque yo a ellos les era indiferente. Pronto comprendería que tenía mucha razón, siempre intentaba ayudar a todo el mundo, pero, en ocasiones pensaba, ¿Y quién me ayuda a mí?, no había nadie a mi lado cuando lloraba o me lamentaba por todos los complejos y comeduras de cabeza que me estaba creando.
Ese consejo me lo guardé para mí y decidí ponerlo en práctica ahora que había decidido irme una temporada al extranjero. Debía empezar a mirar desde otra perspectiva, tenía la obligación de ser más positiva y sobre todo de vivir con ilusión aquella nueva etapa de mi vida.
En menos de dos meses me marchaba a Malta, y nadie me lo impediría….
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